José Félix Díaz Bermúdez
Nos toca escribir sobre ella, la más hermosa de las creaciones, la más admirable, en la cual como en ninguna otra fue la vida, prevista, esperada, anunciada, desde el instante en que se ejecutó en ella el plan perfecto de Dios, corregir el pecado inicial e impedir la caída del mundo: María Santísima.
¿Quién y cómo era ella? Nos faltan abundantes detalles, sin embargo, ella existió y está entre nosotros.
Ante la fe, empeñados en establecerla con límites humanos no comprendemos que es distinta la manera como Dios realiza y evidencia. ¡Es María, es María…! la señalada, la elegida, la que adquirió por extrañas razones que sólo Dios conoce la gracia singular de ser la única: “entre todas las mujeres” para ser la madre, el resguardo, la esencia, la carne, el espíritu de Jesús.
Una hija de David sin corona; una princesa del Rey sin vanidad; una mujer sencilla pero que, al mismo tiempo, resplandecía como la estrella más preciada de los cielos al buscar más allá las explicaciones últimas de todos los misterios sagrados.
¿Por qué Dios ha realizado de manera tan distinta las acciones de su voluntad? A unos los enaltece de la nada, a unos los eleva sin ceremonias, los reviste de los atavíos más sencillos y los coloca en las circunstancias más humildes, más simples, más inadvertidas para que de pronto se levanten como el sol de la mañana despidiendo rayos poderosos que hacen retroceder las sombras y brillar por doquier.
Es María, la madre de Jesús, simplemente, Jesús. No era necesario agregarle más nombres, ni señalarle títulos. El mismo se encargaría con su obra, desde la pobreza de un pesebre elevarse sobre todo lo mundano y demostrar con su vida y con su muerte la grandeza de Dios.
María es la que rectifica el pecado, es la que trae la salvación, al Mesías esperado, de su vientre, de su espera, de su sacrificio, de su invitación para que realizara el primer milagro y que se cumpliera su destino. Es María la que inicia el plan incomprendido de Dios, quién permite que un ser de su creación actúe contra el mal del mundo y cambiase nuestra condenación inevitable.
Representada de mil maneras en el arte para mí puede ser la hermosa imagen que el artista gótico Gonçal Peris Sarriá representó de ella en el siglo XV bajo el nombre: “Verónica de la Madre de Dios”. Una túnica violeta, serena, suave, la envuelve. Ella allí no mira, no de manera directa a los ojos, observa con profundidad indecible nuestra alma, las verdades inadvertidas de nuestro corazón, evidencia lo que somos, nos descubre plenamente y nos invita a ser mejores en medio de las contradicciones, males, injusticias de la vida terrenal.
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