José Félix Díaz Bermúdez
Hay espadas, hay estatuas, hay hombres ejemplares. Hay espadas que se justifican, admirables, superiores por los hombres que las portan, por el bien que realizan, por la dignidad con que la empuñan los verdaderos héroes.
(Estatua Ecuestre de Washington, EEUU)
Hay estatuas que se merecen por los hombres que elevan el pedestal, por sus virtudes sacrosantas, por su obra excepcional, por lo que son o lo que hicieron para la gloria de la Patria y del mundo.
Leónidas y los suyos defendieron con insólito heroísmo la libertad de Grecia; Catón, el militar, pudo salvar a la República y asegurar como político la grandeza de Roma; el Cid, con su espada valiente y esforzada, conquistó tantas veces la victoria de España; la espada de Bolívar, de San Martín, de Sucre, de OʼHiggins, se alzó contra la tiranía para alcanzar como lo hicieron la libertad de América. Espadas santas como una cruz; espadas que rompieron las cadenas; espadas salvadoras que defendieron a los otros: la inocencia, el derecho, el bien y la virtud; espadas que sostuvieron a la Ley y se reclinaron ante el pueblo que servían honrando sus derechos y sus vidas.
(Estatuas de Bolívar y San Martín, Monumento Encuentro en Guayaquil, Ecuador)
Hay espadas, en cambio, que no han significado lo que aquellas. Una espada así en nada se compara con la de Washington, de Miranda, de Nariño, de Morelos, de Artigas, entre otros. Espadas que se llevaron en la mano porque no había otra manera entonces de consagrar los derechos superiores y defender, lograr y sostener con ellas el bien y la libertad de los demás.
La pluma, la pluma muchas veces ha sido una espada también, una espada afilada, una espada sublime, una espada justa de ideas y reivindicaciones que se escriben sobre una roca y permanecen para siempre en la memoria de los pueblos. La pluma de Montalvo hecha espada; la pluma de Pio Gil sin temores, forjadas por la justicia la de ambos: pluma admirable de Montalvo contra Veintemilla y sus cómplices en aquellas inmortales páginas de las: “Catalinarias”, y el valeroso Pío Gil nuestro, tachirense ejemplar: “Los Felicitadores”.
(Estatua de Morelos en México)
De la misma manera, hay estatuas que salen de la tierra, de sus propias entrañas, del barro mismo que se forma por siglos. Hay estatuas que surgen como un árbol que crece y se eleva, le brotan las ramas fuertes y extendidas, hojas en torno a ella abundantes y hermosas y bajo su sombra espléndida, plácida y tranquila, acampa el pueblo en torno a ella y se convoca en sus horas principales, en el momento extraordinario que despiertan en ellos pensamientos, recuerdos, lecciones, emociones de verdadero patriotismo reflexivo y consciente, el llamado profundo de la historia, la verdad de sus profetas y prohombres, los seres que han servido a las causas nobles con las que se construyen a los grandes colectivos.
Venezuela tiene muchas estatuas que se justifican y se han levantado por el afecto de los pueblos sabios y cultos y el reconocimiento indiscutible de la historia. Los siglos no las tumban, los pueblos las veneran y respetan porque está en ellas la presencia inmortal de momentos y de situaciones esenciales en las cuales se exaltó y defendió la auténtica grandeza, la virtud sostenida y comprobada ante todos y que superaron todas las pruebas del honor y entrega a la Nación.
(Estatua Ecuestre de Bolívar en Washington)
La verdad las levanta, el mérito las sostiene, el pueblo las erige y resguarda, todos pasan sin distingo y la saludan, todos las levantan y la llevan, tal y como ocurrió verídicamente con aquella estatua de Sucre que el pueblo de Ecuador, el pueblo mismo en admirable gesto, quiso realizar por suscripción pública y la llevó en sus hombros hasta su pedestal en Quito y allí permanece mirando la ciudad, y allí permanece contemplando los siglos y vigilando la sagrada libertad ecuatoriana y americana.
(Estatua Ecuestre de San Martín en EEUU)
Así como José Martí vino a Caracas y ante la estatua de Bolívar pensó en la libertad, la democracia y la justicia, agradeciendo su presencia bienhechora de Naciones, el gran Rómulo Gallegos, honrado y valiente presidente demócrata, fue una vez ante la estatua de Vargas erigida sobre su pedestal de civilismo y de sapiencia, que ha hecho raíz entre la tierra, la tierra que supo honrar en vida y que le vio nacer. Fue en La Guaira un día de marzo de 1941 ante el pueblo expectante para escuchar su palabra salvadora.
(Estatua Ecuestre de Sucre en Ayacucho, Perú)
Allí reflexionó y nos hizo preguntas esenciales. Allí miró la estatua de Vargas con un libro en la mano y la otra colocada en el pecho, Vargas: “que nos pide cuentas y ejercicio del claro ejemplo que ayer nos dio, nos pregunta si le traemos resuelto el dilema de aquella triste mañana de julio de 1835 quedó dramáticamente planteado”. Era el dilema entre el militarismo amenazante y el civilismo firme.
Habló sobre los: “bravos guerreros” que no: “habían enjugado todavía el sudor heróico… y el arrogante coraje armado”. Se interrogaba allí el admirable hombre sí en las prácticas políticas: «¿…militarismo y civilismo no tienen entendimiento posible?”.
Según Gallegos: “…Venezuela sólo podría adquirir madurez de pueblo responsable por los caminos del civilismo, que no es un determinado partido…, sino la incorporación de todo un pueblo al pleno ejercicio de sus derechos políticos y las responsabilidades de la dignidad ciudadana…”.
Nos advertía este maestro ilustre contra nuestro pasado que no debía impedir otra vez nuestro presente y nuestro futuro aquella presencia: “bravucona, codiciosa y feudal”, así como aquel: “desmedido acrecimiento de la riqueza particular en los ejercicios políticos a costa de la pública”.
Tiene que surgir, señalaba Gallegos: “un civilismo responsable” y nos advertía de la superposición de un sector sobre otro afectando cada vez nuestra vida republicana y aquella expresión terrible: “Vamos a ver cómo se desempeña el hombre”.
(Estatua de José María Vargas, La Guaira, Venezuela)
En medio de ese drama reflexionó el gran escritor sí el civil era mejor gobernante que el militar y señalaba que no era cosa del: “sectarismo simplista” el ir unos contra otros, sino porque: “a la hora solemne de cuentas rendidas quede mejor depurada la responsabilidad y realmente sometida a sanciones efectivas, así como en lo cotidiano de las meditaciones que exige el buen gobierno de un pueblo -máxime como el nuestro urgido de eficaces soluciones de angustiosos problemas…-“.
Nos pidió y reclama aún el alto escritor superar: “ese venezolanismo sentimiento mesiánico” para sustituirlo por: “la responsabilidad que a cada uno atañe”, conciencia, agregaría yo, de civilismo bien realizado, organizado, integrador, unificador, independientemente de la condición, el rango, la tendencia o el servicio, vinculador en torno a una idea de país, allí expresado en la Constitución: “Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de Derecho y de Justicia, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico y de su actuación, la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general, la preeminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político”. (art. 2), tal y como lo demanda nuestra hora que debe ser honesta, transparente, inequívoca, justa, tal y como lo demanda la Patria y lo merece el pueblo soberano.
Así se cumpla la lección de Vargas con el libro en la mano y la otra en el pecho, y también la de Gallegos con su dignidad inconmovible: dos presidentes eminentes que tuvo Venezuela para su honra, símbolos perfectos del ejemplo que requerimos para demostrar que superamos el drama de: “los arrogantes caudillos” y su voluntad dominadora, y que sustituimos por el civilismo integrador y repetimos: “la incorporación de todo un pueblo al pleno ejercicio de sus derechos políticos y a las responsabilidades de la dignidad ciudadana… Y esta es la lección que hoy nos reclama aprendida, ejercitada, este doctor Vargas de la mano sobre el pecho, asiento de la noble esperanza” (negrillas nuestras).
Un ejemplo perenne ante la Patria venezolana.