José Félix Díaz Bermúdez
¡Qué admirable nuestro costumbrismo…! Joyas de la literatura que encontraron en nuestras ciudades, pueblos, personajes, sucesos, historias, leyendas, motivos para cuentos y relatos: el recuerdo de alguien; nuestras costumbres y tradiciones; las infidencias de alguna familia; un hecho particular desconocido; objetos en algún armario; algún tesoro entre las sombras de las casas viejas, enterradas en los patios, en las paredes de tierra amalgamada, alguna hueca donde ojalá se encontrara un cofre, una tinaja de barro, una cajita de madera, donde el primer propietario, el abuelo o el tatarabuelo, algún señor de aquella época colonial o posterior, nos guardó algunas piezas de oro, algunas monedas, algunas alhajas para que recordemos por siempre lo bueno que era.
(Miguel Mármol, escritor venezolano)
Entre esas piezas maravillosas del arte de escribir se encuentra amigos míos: “Los Velorios” del insigne Miguel Mármol, una pluma ágil, alegre, elegante, sarcástica, a la que el arte de Cervantes en nuestra patria le debe reconocimientos y homenaje. ¡Cuánto he disfrutado leer ese escrito después de tantos años!
Sí, los velorios, los entierros. Faltarían en esa lista dolorosa de acontecimientos tétricos, para algunos divertidos y desagradables para otros, infinidad de situaciones y personajes: los asistentes convenientes y la oportunidad para cumplir un deber social y “quedar bien”; los enemigos que se solazan con sus bajos comentarios; ¡ah…! pero lo más edificante en esa hora de partir: los que nos amen, la ocasión para agradecer y para honrar lo que sienten y sentirán en sus almas y en sus corazones.
Pero disculpen, no he dicho nada sobre los ingratos en esa lista peculiar, los ausentes o los indiferentes a nuestro acto final: “le dernier acte du théâtre” (el último acto en el teatro) -porque debe sonar en francés-, que también nos hace recordar a los deudos a aquellos que no se hicieron presentes: los que olvidaron pronto un afecto pasado; los que emprendieron una vida distinta sin conexión con lo que fueron y con lo que recibieron de otros.
Hay otra etapa más triste a la que seremos sometidos infaliblemente una vez que nos destinan a la tierra; otra etapa sí, otra etapa para nuestros despojos de la cual se salva afortunadamente nuestro espíritu que es inmortal y que se libra de los caprichos e inconsecuencias de este mundo, otra etapa posterior al entierro (obligación bíblica): el olvido.
(Adán y Eva, arte bizantino)
Por eso es que, en mis oraciones, amigos míos, elevo mi plegaría a favor del último ancestro que me toque, perdidos en el tiempo de los tiempos, llegando la oración tal vez hasta nuestros iniciales progenitores en medio de los pecados del Edén del que fueron expulsados por Dios: el señor Adán y la Señora Eva, culpables de no haber obedecido los dictados sublimes del creador.
No pretendía tocar el tema fúnebre si ayer no me hubiera asaltado la preocupación que me causó un médico sin delicadeza que me hizo un diagnóstico errado, ligero, indebido, un médico en un lugar al que aspiro no volver y que me obligó salir corriendo a procurar el consejo de otro.
Mientras andaba en tal faena entremezcladas las angustias de lo que supuestamente podía suceder, nada menos y nada más que un infarto fulminante, silencioso, inesperado y que en cualquier momento, según él, acontecería y que me iba a catapultar al otro lado sin aviso y sin protesto.
En el momento de dudas y temores pensé en mis hijos; hablé con mi madrina María Antonia, y con mi pareja, una hermosa y buena mujer de Cantaura por cierto, hermoso pueblo nuestro, a la que no quise por cierto dar mayores detalles para que nos encontrásemos sin alarma.
(Dios, pintura de Miguel Angel, detalle)
El velorio, el entierro…, la última puesta en escena para llorar, agradecer y despedir en nuestra cultura peculiar sobre este hecho natural e inevitable. Mayor sabiduría tienen otras culturas que celebran el paso a la eternidad liberado el cuerpo de dolores y sufrimientos.
Pero finalicemos el asunto: el peor velorio es el pensar en el velorio, el temer lo infalible pero que, en definitiva, no sabemos cuándo, a quién y cómo nos sucederá cuando arribe el momento de traspasar el portal hacia la vida verdadera. Que nos agarre en buena hora con el alma reconciliada con la vida y próximos a Dios.
Lo mejor es ni preocuparse, vivir en paz, con alegrías inefables, con amor apasionado, desbordado y alegre, sin odios ni rencores, sin malestares en el alma, y en el curso de la vida de cada día, sin quejarnos demasiado, para ver sí el sepulturero pasa de largo por nuestra calle y nos deja tranquilos, ese cobrador inoportuno, que nos espera cuando menos lo deseamos, que nos sorprende cuando menos lo queremos y lo necesitamos pero que cuando venga: “nos agarre confesados”.
Pero para reírnos de vez en cuando de este asunto acechador e inevitable, he vuelto a encontrar otra vez, para alegría y comprensión de la vida y de la muerte, el texto extraordinario de Miguel Mármol (Caracas, 1866-1911).
(Tomado de El Universal, 28/10/2025)