José Félix Díaz Bermúdez
Plenitud maravillosa aquella que causa el Altísimo. Al apreciar el sentido superior de la existencia humana y su vinculación con la divina debemos indagar en qué consiste la felicidad, la alegría, la paz.
El hombre ha buscado en los siglos de qué manera alcanzar su bienestar y se dedica a encontrar de manera constante y prioritaria el orden de lo material por encima de lo espiritual. En un sentido elemental excesivamente terreno, omite, posterga, sus necesidades trascendentes y no logra una dimensión superior de la vida y de sí mismo.
En otros casos resulta lo contrario. Pueblos y civilizaciones han dejado su testimonio extraordinario que vinculan a lo humano y a lo divino buscando al creador a través de las religiones, la filosofía, las creencias que posibilitan ese encuentro de lo que somos y de lo que debemos ser ante Él.
Creo en la iglesia católica, pero admiro con sentido ecuménico la aproximación y la convivencia con otras religiones en la convicción de que somos hijos de Dios y que Él está presente en cada uno de nosotros, estemos donde estemos, seamos lo que seamos. Dios es superior a las limitaciones y estructuras, visión y entendimiento de los hombres.
Nuestra religión y otras se aproximan en la fe en la existencia de un solo Dios y en su hijo Jesucristo cuyo advenimiento al mundo hoy celebramos, y nos presenta un camino de vida basado el amor que nos orienta hacia una forma de vivir fecunda.
Nuestra humanidad se ennoblece al aproximarse y alcanzar la divinidad. La figura, la presencia, la creencia en Dios no solamente es útil, como se ha expresado, sino fundamental. Nuestra fe nos indica que Él es superior a todas las cosas y que a Él nos debemos para encontrar la perfección.
En medio de tantas miserias humanas que hoy afligen a los pueblos y a los individuos, un llamado de paz y de bien debe infundir en la conciencia de los hombres un sentido cabal de la existencia, del deber social, del deber moral, familiar e individual.
Somos cristianos, por ejemplo, en la medida que asimilamos y practicamos la doctrina de Jesús. En la certeza de que es el Salvador, el Hijo de Dios, cuyo nacimiento rememoramos y que infunde en el alma esa inexplicable satisfacción que nos permite ser mejores.
Debemos volver la mirada hacia Dios. La suma perfección de todas sus obras debe prevalecer ante nuestras deficiencias, fallas, defectos, pecados. La creencia de que somos sus hijos debe elevarnos sobre nuestras propias limitaciones y errores. Es precisamente esa búsqueda espiritual y el encuentro de lo verdaderamente importante lo que nos debe permitir avanzar.
¿Qué es la alegría? ¿de dónde proviene? ¿qué clase de alegría debemos alcanzar? Al hablar sobre Dios y sus bendiciones en las Crónicas bíblicas se exalta su grandeza y nos dice: “Alégrense los cielos, y salte de gozo la tierra” (16,31) y nos pide que cantemos himnos al Señor todas las criaturas de la tierra.
Creador y salvador prodigioso de los hombres, no deja David de ensalzarlo y tributarle toda la gratitud y le llama: “mi juez” (25,1); “mi luz”, “mi salvación” (26,1); “protector mío” (29,2) y en varios momentos nos anuncia que es: “la fortaleza de su pueblo” (27,8).
De David, Cristo a cuya casa pertenece, moribundo en la cruz, tomó la expresión: “En tus manos encomiendo mí espíritu” (30,6).
Nuestra alegría es infinita puesta en el Señor. En los Salmos, se nos pide: “Servir al señor con alegría” (99,1) porque: “es un Señor lleno de bondad; es eterna su misericordia; y su verdad resplandecerá de generación en generación” (99,5).
De Él provienen todas las cosas y las naciones: “han de alegrarse algún día delante de ti”, tal y como lo profetiza Isaías (9,3) cuando logren salir de las tinieblas y de sus tiranos quienes serán destruidos ya que: “tú los hiciste pedazos, como en la jornada de Madián” (9,4).
Dios es la alegría de vida, y en la visión perfecta del futuro realizado bajo sus dictados, al fin asimilados y cumplidos: “reinará la salud o felicidad dentro de tus muros” (Isaías, 60,18) vencida la iniquidad humana.
Dios es la alegría individual, y ante todos los males y calamidades del pueblo de Israel y los nuestros, nos da la alternativa: “…en tu palabra hallé el gozo mío, la alegría de mi corazón” como lo indicaba Jeremías (15, 16).
Su promesa maravillosa es la redención del hombre y de todo aquello que ha perecido. Aquel día en el cual el mismo vendrá: “se alegrará –tal y como lo señala Isaias- la región desierta e intransitable” (35.1), allí donde: “será el gozo y la alegría” (51,3) porque ha jurado para nosotros que: “serás feliz el resto de tu vida”. (Jeremías,15.11).
¿Cuál es pues la verdadera alegría? El Ilustre Monseñor Enrique Ovies nos lo ha dicho: la verdad de que Dios nos protege, de que el Señor nunca nos abandona, verdad que nos enseña el que nació un día maravilloso en Belén.
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